Este invierno me he dedicado en cuerpo y alma al postgrado en gestión cultural, así que aprovechando que lo había finalizado decidí apuntarme al gimnasio para recuperar la forma física. El objetivo es ponerme fuertota para retomar ninjutsu en Septiembre. ¿Y a que gimnasio me apunto? Pues al mismo que va mi amigo S., así al menos me aseguro de ir y no solo de pagar.
Llegué, me apunté y entré. Una vez dentro S. me presentó a una monitora que me miró de arriba abajo y me dijo: “Tu, cardio un par de semanas”. Me debió ver muy floja. Me subí a la cinta y estuve corriendo 40 minutos. S. venía de vez en cuando y me animaba con frases como “¿corres a esa velocidad? Esa es mi velocidad de paseo”. Un amor de chico.
Cuando acabé mi sesión me bajé de la cinta y fue ahí cuando recordé porqué no me gusta la cinta de correr. Fue poner los pies en tierra firme y empezar a ver chiribitas. Como una tiene un cierto pundonor, disimulé yéndome a los vestuarios a buen paso y lo más pegada posible a la pared, acción que se saldó con el atropello de un chico musculado. El pobre no me dijo nada cuando me vio con la cara pálida y los ojos desorbitados. Y es que eso de correr y que el mundo a tu alrededor no se mueva es algo que a mi cerebro no le hace gracia. ¿Qué he hecho en posteriores ocasiones? Andar por la cinta hasta que mi cerebro vuelve a sincronizarse con el mundo.
Al menos después de entrenar me tomo una cervecita, lo que es motivación suficiente para volver al gimnasio otro día.
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